lunes, abril 04, 2005

Nietzsche y Yourcenar

Ningún filósofo ha sido más influyente y controvertido en el s.XX que Friederich Nietzsche. Unos han visto en el una vindicación de la crueldad o incluso del totalitarismo. Ideologías no solo atroces, sino intelectualmente irrelevantes han usado los conceptos de “superhombre” y “voluntad de poder” para justificar su propia mezcla de mediocridad y salvajismo.

Pero la obra de Nieztsche trata, por primera vez desde la modernidad, de las consecuencias profundas del ateismo y de la soledad del hombre en un mundo sin más contenido que el que él mismo sepa darle.

La existencia o no de Dios, como hice notar aquí, no tiene en si misma mayor relevancia para la vida humana. Desgraciadamente, al decretar la muerte de Dios, el hombre decreta también la suya propia. Evaporada la esperanza de inmortalidad, pero no apagada la sed de infinito, nos vemos obligados a buscar la infinitud durante nuestra efímera existencia. Esa búsqueda sin tregua ni esperanza, de la trascendencia y la pasión en lo inmanente, es el espíritu Dionisiaco. Su complemento natural es la suave melancolía Apolínea, la resignación serena y voluptuosa ante el paso del tiempo.

Nietzsche, a pesar de su ridículo auto-bombo, era dolorosamente consciente de las limitaciones de su obra. Lo inefable no se puede transmitir en forma de argumentos, o al menos no solo en forma de argumentos. El sabía que su filosofía no era más que unas notas a pie de página de una obra artística todavía no nacida.

Creyó encontrar en Wagner al intermediario que iba a convertir su visión intelectual en potencia estética, pero pronto se dio de que la madurez serena y vital que el identificaba con “el superhombre” (y que tanto difería de su propio carácter) no la podía encontrar en la pomposidad decimonónica del compositor.

Ha sido mucho después de la muerte del filosofo cuando finalmente alguien ha sabido tomar la pluma para describir al superhombre. ”Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar es quizá la novela más hermosa del siglo pasado. Yourcenar relata en primera persona la vida del emperador Adriano, el más importante de los Antoninos, esa formidable dinastía de hombres de Estado que gobernó Roma durante el s.II, y que ha dado a la posteridad un ejemplo inmortal de grandeza e ilustración.

En Adriano se combinan sin esfuerzo la habilidad pragmática del estadista, la curiosidad inagotable del filósofo y la cuidadosa voluptuosidad del amante: “He hecho de mi vida una obra de arte”.

Adriano no aspira a la inmortalidad de la Historia, sino a la inmortalidad del momento. Ante la tumba de su gran amor, el joven Antinoo, hace la siguiente reflexión:

“Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarán por miles sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin añadir nada a su muerte, sin poder impedir que un día hubiese sido”

El vitalismo no es sino un tibio consuelo ante la eternidad de la muerte, y por eso de entre todas las filosofías de la Antigüedad, ninguna es más atractiva ni más melancólica que el epicureismo. Pero nuestro superhombre no busca solo los placeres de los sentidos, sino también los de la acción. Para él la construcción de imperio, la actividad política es su forma de transformar el universo y disfrutar la plenitud de la existencia. Para el Adriano de Yourcenar, la política (pero podría haber sido la literatura, o la ciencia igualmente) es a la vez un desafío personal y un imperativo moral:

”Quería que a todos llegase la inmensa majestad de la paz romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el viajero más humilde pudiera errar de un país, de un continente a otro sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y cultura (…) quería que en un mundo bien ordenado tuvieran los filósofos su lugar, y también los bailarines (…) este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegar a cumplirse si los hombres pusiesen a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces”

Pero conoce las limitaciones de toda obra humana:

“Me repetía que era vano esperar para Atenas y Roma esa eternidad que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses (…) Las costumbres menos rudas, el adelanto de las ideas durante el ultimo siglo, han sido obra de una intima minoría de gentes sensatas (…) Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros”

Roma y Atenas no han perecido. Siguen vivas en los pueblos de Occidente y en las ideas que los animan. Las ruinas del Coliseo o más aún, la belleza intacta del Panteón, bajo cuya cúpula pensé este post hace cerca de dos semanas, me han recordado que merece la pena el esfuerzo de crear un mundo donde hombres como Adriano no sean solo posibles, sino incluso corrientes.

3 Comments:

At 8:16 p. m., Blogger José García Palacios said...

Hola.

Perdóname, pero desconocía la existencia de tu blog. Por cierto, que es muy bueno.

Aprovechando que hoy he actualizado la lista, lo he incluido en mi lista de enlaces.

Un saludo.

 
At 12:10 p. m., Blogger Kantor said...

Hola; gracias por este comentario. Quiza sea uno de mis posts menos comentados, y sin embargo disfrute mucho escribiendolo. Cada vez creo mas que "Memorias de Adriano" es la mejor novela del siglo, en dura competencia con "El cero y el infinito". ¿Por que te cuento esto? Aqui tienes mi lista de libros favoritos!

http://kantor-blog.blogspot.com/2005/11/diez-libros-y-diez-economistas.html

Un saludo a Boston y a Valencia...

 
At 7:56 p. m., Anonymous Anónimo said...

Hay algo en la soledad absoluta, en el poder absoluto, de Adriano que refleja de manera trágica la vaciedad del orbe que se abandona sobre sus hombros. El emperador sube a su Gólgota, como un Sísifo perfectamente consciente de la finitud y fragilidad de sus pasajeros logros, de la imposible tarea de subir el enorme peso de la convivencia humana, una vez que todos, en el fondo, se han desprendido ya de la esperanza en los dioses, en la legibilidad del mundo.

Esa imagen del hombre que ve a los otros desde la tribuna del poder, que comprende la necesidad de ordenar muertes para continuar la vida de los más, incluso por la necesaria satisfacción de su propio ser pasional, es desposeído del Tú absoluto y condenado a erigirlo en ídolo universal como reflejo de su propia tiranía y sed imposible de eternidad. Tiempo y muerte, individuo e imperio que tratan de identificarse, cuando son haz y envés sin posible encuentro, condición desesperantemente humana.

Una obra inmortal sobre la muerte de la esperanza, sobre el arco fatal que une amanecer y ocaso de la vida.

 

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